SOCIEDAD DEL PLAGIO

La cuestión del plagio es un asunto sin duda espinoso. Hace dos años escribía lo siguiente al respecto:

Plagio 1Con todo lo condenable que pueda ser el plagio vil, aquel con el que se busca compensar la absoluta carencia de ideas y la incapacidad de trasmudar la herencia y el sistema cultural, simbólico, en algo con visos de originalidad, me parece que la extremada sensibilidad reciente, mostrada en México y el mundo hacia supuestos o reales casos de plagio (recordemos, en los últimos tiempos, la cacería, justificada o no, emprendida desde ciertas facciones intelectuales –Guillermo Sheridan y otros como grandes inquisidores— en contra de sujetos como Sealtiel Alatriste; el escándalo de los últimos días por el premio que recibirá en la FIL Bryce Echenique; años antes en contra de Saramago, y un largísmo etcétera extendido y estirado notablemente en los años inmediatamente anteriores) es muestra clara de la radicalización de esa ideología individualista que supone, más ahora que nunca, que somos dueños absolutos de nuestros actos, ideas, producciones, etc., su única y exclusiva fuente y sus únicos propietarios: somos los dueños de los «medios de producción» de cultura (es decir, «nuestra» razón, creatividad, inteligencia, «nuestro» talento en las relaciones públicas, sobre todo eso), y por tanto los únicos garantes de lo que se produzca a través de ellos. Nadie nos los puede quitar, sin nuestra previa y generosa aquiescencia. Nadie puede hablar en nombre de nosotros en vano. Por supuesto pueden consumirlo, pues de eso se trata, y, si quieren usar nuestras producciones, hacerlo con la decencia de las comillas o los permisos y los pagos previos de regalías de por medio.

Dice por ejemplo el mencionado Sheridan que «un escritor, por principio, es un individuo que escribe desde su individualidad» (aquí). Pues no, un escritor escribe NO SÓLO desde su individualidad, sino sobre todo desde los otros, desde la colectividad, desde esas experiencias con ellos, junto a ellos, desde la tradición y el legado que recibimos sin ser totalmente conscientes, o, por el contrario, contra la misma tradición, en lo que podemos reconocer de ella, desconociéndonos ahí. Esa producción creativa vuelve inmediatamente, a pesar de nuestras acumuladoras intenciones, a formar parte de ese Otro simbólico de la cultura.

¿Son estas exageradas reacciones parte de la crisis del sistema capitalista? En buena medida me parece que es así: ahora más que nunca campea el temor de ser despojados de lo que en verdad nunca hemos sido dueños absolutos. Sólo espero que, como en otras ocasiones, el resultado de esta crisis no redunde en un acrecentamiento del poder de quienes ya lo tienen, o creen tenerlo, sin compartirlo con los demás.

Un estimado compañero de la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, David Pavón-Cuéllar (de quien se pueden consultar sus textos e intervenciones aquí y aquí), agregaba una puntualización histórica al respecto:

Es la importante polémica del siglo XVIII en la que Beaumarchais y Mirabeau limitaban la propiedad intelectual al individuo, a su familia y a sus descendientes (en un mezquino individualismo-familismo burgués que terminará por imponerse en el siglo XIX), mientras que Sieyes y Condorcet reivindicaban la libre circulación y hablaban de una propiedad colectiva para toda la civilización (en una significativa coincidencia entre las perspectivas ideológicas de los viejos aristócratas y de los nuevos piratas).

Pasado el tiempo, en alguna otra publicación que no pude ubicar (las ideas y las palabras se pierden, así que también es una suerte que otros las recuperen, rescaten y se las reapropien), señalaba, palabras más o menos, que en todo caso hay una lógica que coincide con la del sistema en varios casos de plagio, especialmente en los perpetrados por los grandes nombres, por aquellos ubicados en una posición de poder: se toman los textos e ideas, muy valiosos en sí mismos, pero desconocidos, de autores sin renombre, se hacen pasar por propios, robando así su trabajo, que termina por ser usufructuado por aquéllos que ya de por sí tienen a su disposición la maquinaria editorial y de publicidad. Esas son, sin duda, formas de plagio absolutamente cuestionables. Esta idea coincide en lo general con lo que señala Alberto Chimal en un texto reciente, una de las consideraciones más lúcidas y ponderadas sobre el tema (que puede leerse aquí), exceptuando lo siguiente: no tiene caso, ni razón de ser, el remitir esas conductas a alguna especie de sociopatía –que, a pesar de las connotaciones del término, termine por reconducirse a alguna forma de patología individualizada. Por el contrario, en dichos actos de plagio, en los que alguien con el poder de hacerlo, y realmente sin la necesidad de ello, se apropia del trabajo creativo de alguien sin poder, estamos ante conductas completamente adaptadas a nuestra sociedad. Serían «sociopáticas» en relación a una sociedad ideal, bien pensada, que desafortunadamente no existe. Pero en esta, en la que estamos y trabajamos, eso es la norma, y no algo exclusivo del ámbito literario.

Por cierto que varios de los impugnadores de esos deshonestos e inmorales plagiarios, es el caso de Sheridan y compañía, se mueven en ese mismo sistema, por lo que no serían tan distintos de los impugnados: quizá ellos no plagian, no de manera alevosa; quizá ellos sí escriben sus textos desde su autosuficiente individualidad —portentos de la naturaleza—, pero son también miembros de camarillas, de facciones, de grupúsculos de poder, hábiles en las relaciones públicas, en los intercambios de favores, que se apoyan mutuamente, de manera independiente a sus méritos literarios. Y así, muy a menudo, personajes sin mérito, pero hábiles en la meritocracia, por la fuerza de la consistencia se hacen de un nombre que luego piensan les pertenece, y que designa un valor creativo y estético individual e indiscutible. Se apropian, no de las obras individuales, reconocibles, de autores menores, sino de una tradición que por definición no es suya, y desde la cual sin embargo escriben, porque no se puede escribir de otra manera. Esa lógica individualista podrá oponerse a la otra, a la cínicamente gandalla, pero la frontera que las separa es más imaginaria que real. En el fondo son muy semejantes. Eso explica quizá tanto odio, así como el ímpetu en las persecuciones y la exacerbación de las normativas que condenan el plagio en nuestra sociedad: no se odia tanto, tan apasionadamente, sino lo que se parece tanto a uno.
Plagio 2
Parece que el plagio, así como su persecución, se han convertido en un elemento sintomático de nuestra sociedad. En aquello que revela el carácter paroxístico de relaciones de producción y apropiación de elementos comunes a una cultura: ya no sólo los medios de producción, o las tierras, o los bienes materiales, sino también las ideas, las imágenes del mundo, los símbolos. Todos ellos son, o pueden ser reclamados por una individualidad que, entre más sola está, más se aferra y atrinchera en los reclamos de lo que dice le pertenece, a ella y a nadie más que a ella, porque de lo contrario los contornos que dibujan ilusoriamente dicha individualidad amenazan con borrarse, y borrar lo que delimitan.

Todo eso es evidentemente lo que se juega en el tema del plagio: ahí lo que está en cuestión es el parecido, la semejanza, la asimilación, el temor a la suplantación y a la pérdida de sí; pérdida de la idea, del pasaje, del texto, del prestigio y del nombre.

Por ello no es pertinente reconducir los casos de plagio sólo a motivaciones puramente individuales. En la academia sucede lo mismo, y no porque de repente nacieran generaciones de profesores e investigadores predispuestos al plagio. Los requerimientos del mismo sistema académico empujan (y muchos, ciertamente, no ofrecen ninguna resistencia cuando son empujados: al contrario, solitos se arrojan hacia adelante con ese impulso) a la explotación de alumnos, por ejemplo, haciendo pasar sus trabajos e investigaciones como propios, o incluyéndolos en investigaciones sin el reconocimiento debido, o forzándolos a que pongan el nombre del profesor en ponencias, sólo por haberles dado una somera asesoría. Y es que, si los académicos no lo hacen, quedan marginados de los beneficios con los que se les recompensa por ello, y no sólo: a la larga pueden quedar completamente fuera en esa carrera que no es nada más por el reconocimiento, sino por la seguridad material.

Es a partir de estas consideraciones que valdría la pena replantear la cuestión, reconducirla a sus fundamentos económicos, políticos e ideológicos, si es que pensamos que, de alguna manera, todo eso puede ser finalmente subvertido. La intervención sobre ese síntoma que es el plagio no pasa por un trabajo de moralización de los individuos, sino por un trabajo de verdadera transformación de las estructuras de la sociedad.

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