Jekyll y Hyde, o el desdoblamiento de la sexualidad en los jóvenes y en la industria cultural

Desde que «Poor Things» se estrenó, los comentarios sobre su representación de la sexualidad han abundado en redes sociales, en un sentido semejante al del meme: «la película de Lanthimos no es cine, es pornografía». Estos comentarios provienen de personas jóvenes, que, de acuerdo a esta postura, quizá entrarían en shock si vieran cintas de hace ya algunos ayeres, como «El último tango en París», «El imperio de los sentidos», o cualquier película comercial de los años ochenta o noventa del siglo pasado. Esto no es sorprendente; por el contrario, es sintomático. Como se puede apreciar desde el trabajo clínico, la sexualidad para los jóvenes de ahora resulta ser algo muy problemático, en un sentido distinto a como lo ha sido para generaciones anteriores. Han crecido bajo la estimulación constante de la verdadera pornografía; en muchos casos sus conductas sexuales son bastante diversas, tempranas y promiscuas (escribo esto en un sentido descriptivo, cabe aclarar, antes de que alguien se indigne al no entender y venga con interpretaciones salvajes); pero, a cierto nivel, no de la práctica sexual misma, sino del discurso, la representación de la sexualidad de modo abierto, o su mención en espacios compartidos, como las aulas escolares, les produce reacciones de incomodidad, repulsión o rechazo, como si ese tema no debiera ser del ámbito de lo público. Este desboblamiento es de hecho el mismo que podemos observar en la gran industria cinematográfica —y por cierto, también en las mismas redes sociales con sus algoritmos que a la vez promueven, filtran y censuran contenidos de tipo erótico o que hacen referencia a la sexualidad.

Ciertamente es curiosa la industria cultural de nuestros tiempos: a la vez porno y puritana. Si es capitalizable la sexualización, también lo es desexualizar, deslibidinizar. En ambos casos se trata de encaminar la sexualidad hacia ámbitos potencialmente capitalizables. Decía hace poco Pedro Almodóvar que «se hacen muchas películas de superhéroes y la sexualidad no existe en ellas. Están castrados. Su género es indeterminado, la aventura es lo que importa. Pero el ser humano posee una gran sexualidad». Sería esta una castración infame, una especie de castración por partida doble, tanto al adulto como al adolescente, condensados en una sola imagen representativa: si consideramos que lo único que tienen de adultos los superhéroes de las cintas actuales es que son interpretados por mayores de treinta años, porque en realidad todos sus rasgos remiten a la adolescencia o a la preadolescencia, momento de la vida en donde la sexualidad se manifiesta poderosamente, se estaría proponiendo una especie de disolución no sólo de la diferencia entre el adolescente y el adulto, sino de la posibilidad de concebirse como sujeto sexualizado, a cualquier edad. La periodista Raquel S. Benedict dice que «los cuerpos ya no son vehículos a través de los cuales experimentar placer, son una colección de prestaciones. Y estas prestaciones no existen para hacer que nuestras vidas sean más cómodas, sino para incrementar el valor de nuestro capital. Los cuerpos son inversiones». En este sentido, el reemplazo del término «hacer ejercicio» por «entrenar» da cuenta de que la práctica de un deporte ya no es un fin en sí mismo, sino un medio para conseguir algo más: la sexualidad, bajo su forma positiva o negativa, se pondría bajo los cauces de lo rentable. Me parece que tiene toda la razón cuando señala a «Inception», de Christopher Nolan, como ejemplo de esa tendencia a la desexualización en la industria cultural dominante, paradójica e hipócrita, porque al mismo tiempo la industria millonaria del porno está en su mejor momento en términos económicos y de alcance: entrar al mundo de los sueños, y no encontrar rasgo alguno de lo sexual —surrealismo sin inconsciente, diría Fredric Jameson. El mundo de los sueños de Nolan es la fantasía hollywoodense y puritana por excelencia. Quizá podamos aventurar la siguiente hipótesis: la industria cultural ha logrado desgajar la continuidad moebiana que distingue, no obstante, las ilusiones de la conciencia y las determinaciones inconscientes, y las presenta ahora por separado, como en la fantasía literaria de Robert Louis Stevenson, el bueno del Dr. Jekyll, la industria de Hollywood como tal, y el monstruo obsceno del Dr. Hyde, la otra industria millonaria, la del porno. Pero pasando por alto que, en esa obra que prefigura los descubrimientos freudianos, Jekyll nunca fue tan bueno, en realidad, y un Hyde dormía ya en él antes de la disociación, y que Hyde, por otro lado, no se explica sin la referencia a su otra identidad, la que es presentable en sociedad. Ese maniqueísmo fariseo de la industria cultural contemporánea es uno de los rasgos que hace doblemente repulsivo tanto al gemelo bueno, como a su mitad siniestra: a diferencia de la obra de Stevenson, es imposible sentir simpatía por alguno de los dos. Este mismo desdoblamiento ocurre en las subjetividades más jóvenes.

A mí me gustó la última película de Lanthimos, entre muchas otras cosas, porque desafía estos convencionalismos y nos recuerda lo que, más que velado o reprimido, en el sentido psicoanalítico tradicional, más bien aparece disociado en nuestros tiempos: como el personaje interpretado por Emma Stone, somos seres sexuales y sexuados; la sexualidad es una parte muy importante de nuestras vidas, desde que venimos al mundo —como lo supo no sólo ver, sino afirmar Freud hace más de cien años. Y esta parte importante de nuestra existencia es fuente no sólo de placer, sino de una ética y una política posibles que, al no desconocer lo que nos atraviesa, nos permite reconocer a lxs otrxs y relacionarnos de modo distinto con ellxs: reconocernos como tales, resistiendo a las tendencias del capitalismo para hacer también de esto sólo una mercancía para el intercambio, es parte fundamental de nuestra educación sentimental.