Las aporías de la «salud mental»

Cada vez cobra más fuerza el uso del término «salud mental». No sólo en los ámbitos académicos, psicológicos o psiquiátricos, sino también en los medios de comunicación, y hasta en los discursos institucionales de diferentes órdenes de gobierno, escuchamos hablar de ello, defenderlo, promoverlo: se entrevista a expertos en salud mental, se organizan conferencias y jornadas por la salud mental, se proponen políticas públicas en favor de la salud mental. Como una nueva especie de sentido común, se considera (¿quién o qué es ese «se») un aspecto fundamental a atender en los individuos de las sociedades modernas. Sin embargo, dicho término, «salud mental», resulta bastante problemático, por varias razones.

Primero, porque se equipara la salud orgánica, la salud del cuerpo, con una dimensión social, subjetiva y discursiva inasimilable a aquélla, contribuyendo a la reducción individualizante, medicalizante y despolitizante del sufrimiento humano. El término correlativo, «enfermedad mental», oculta las razones del malestar: lo que en muchos casos es producto de la pobreza, de la explotación, de la violencia y de la discriminación, o de contradicciones propias del sistema bajo el que nos regimos, se hace caer en la cuenta de factores equiparables a los que producen las enfermedades orgánicas. El problema con el término compuesto «salud mental» sería entonces, en primer lugar, que se confunde, desde motivaciones claramente ideológicas, lo que tiene un sentido analógico con una literalidad: los malestares subjetivos y sociales se hacen pasar del lado de la medicina, como ocurriría con las enfermedades orgánicas, al hablar de salud. Se impone el punto de vista medicalizante, biologizante e individualizante, para la comprensión y sobre todo para la intervención de dichos malestares: el asunto deja de involucrar la necesaria transformación de lo que en la sociedad no funciona y produce sufrimiento, y si acaso se lucha todavía por algo, es por el «derecho al acceso a los servicios de salud mental», en los que los individuos encontrarían la posibilidad de resolver sus problemas individuales con psiquiatras y psicólogos capacitados para seguir desconociendo el contexto, y reforzando que el sujeto los desconozca también, y a la par, extendiendo los dominios de una psicologización que ya de por sí es omnipresente.

Es problemático también por la apelación a una noción tan ambigua como la de «mente» (rechazada hasta por los conductistas y neuropsicólogos más recalcitrantes). Del inglés antiguo «gemynd», que hacía referencia a la memoria individual, a la capacidad de un sujeto de traer un recuerdo ante sí, «traer a la mente», teniendo desde este origen un carácter individual y autorrecursivo, terminó por entenderse como la suma de todos los procesos psíquicos identificables en una individualidad concebida como unidad y no como punto de intersección de múltiples determinaciones. En la actualidad se busca correlacionar la «mente» con el cerebro, o con el conjunto del sistema nervioso, lo que parecería resolver las aporías de un enfoque que pretende ser científico, pero que termina por acentuar sus propias contradicciones: al querer evitar los problemas que las epistemologías dominantes aprecian en conceptos cuyo referente no puede observarse, medirse o cuantificarse, se recurre no obstante a un término abstracto y autorreferente. La mente no es el cerebro, el cerebro no es la mente: la mente, en todo caso, es una suerte de epifenómeno resultado de los procesos característicos del sistema nervioso; pero no se explica ésta, nocional y abstracta, si no es por el fundamento material y concreto de aquél.

Como estas contradicciones son ideológicas, la tarea más bien debiera ser la de la superación de este punto de vista, como podemos apreciar, medicalizante, individualizante, psicologizante y políticamente comprometido con la lógica de adaptación, control y resolución individual de los malestares, cuyo fundamento se encuentra en un sistema que, además de generar acumulación de riqueza, como parte del mismo proceso requiere de la producción de sufrimiento subjetivo a nivel masivo, no como efecto colateral, sino como su costado oscuro y necesario. La «salud mental», término compuesto y conjunto de prácticas e ideologías adecuados para la perpetuación de este mecanismo productor y reproductor de miseria económica y subjetiva, deberá ser subvertida para darle lugar a una perspectiva que, en lugar de hacerle ajustes cosméticos al capitalismo, ajustando a sus individuos, lo cuestione y lo muestre en su terrible desnudez. Sólo así la búsqueda de bienestar subjetivo dejará de estar reñida con el reconocimiento de una realidad social que lo limita, obstaculiza o impide.

Por ello, en consonancia con el enfoque dominante, las «jornadas de salud mental», o los «días de la salud mental» no suelen ser oportunidades para exigir condiciones básicas para el bienestar subjetivo, como la justicia social, el goce y el reconocimiento pleno de derechos, la importancia de una vida libre de violencia, de condiciones que permitan la satisfacción de las necesidades más acuciantes, mucho menos de denuncia de la explotación o de la desigualdad que hacen sufrir a las personas y las llevan al colapso subjetivo, o de la reivindicación de otras formas de organización social, sino eventos para promover que las personas desconozcan las razones de su mal-estar, y de paso, para la promoción de servicios profesionales e institucionales. Son una plataforma para la extensión de los alcances de la psicología más acrítica y de la medicalización.

Si se insiste, de todos modos, en utilizar dicho término, habría que decir: sin justicia social no hay, no puede haber «salud mental». O también: hablar de «salud mental» en el contexto del capitalismo, sin cuestionar al capitalismo, es un absoluto contrasentido.