¿A qué huelen las flores en las pantallas inteligentes?

Leer una novela como «El perfume», del escritor alemán Patrick Süskind, permite cobrar conciencia sobre esa otra forma de alienación, la de los sentidos, que ocurre en la actualidad con el desarrollo y preponderancia de las nuevas tecnologías en nuestras vidas. Nuestra experiencia sensible del mundo se está reduciendo a un mínimo funcional, más que para nosotros, para el sistema. A la vez se magnifican las posibilidades de esas nuevas tecnologías, por ejemplo, el internet: ahí está todo, se dice. El acervo más grande de la historia. La biblioteca de Babel de Borges, en la que se pueden encontrar todas las gradaciones, desde lo excelso hasta lo insensato, y sobre todo ésto. Pero ese todo es realmente poco: el todo de lo visual, de lo audible. Lo audiovisual —ni siquiera lo textual, supeditado como está a la hegemonía de las imágenes y los sonidos. Las pantallas mediatizan, cada vez menos, nuestra experiencia de la realidad, y se convierten más bien en nuestra experiencia inmediata del mundo. Pero, ¿se puede encontrar ahí el aroma del jazmín, del bosque, del mar o de la persona amada? ¿La sensación de acariciar a un animal, de pisar la tierra o el suelo frío, o de hundir el pie en la arena de una playa? ¿El roce de una caricia, la descarga que produce un beso? ¿El sabor de la fresa, la acidez del limón, la sal de la pasión del amante?

Podría alegarse que la cultura textual también participa de esas formas de alienación. Sin embargo una novela como la de Süskind, que tiene como su protagonista verdadero al olor, al olfato, muestra las posibilidades de creación y recreación propias de la literatura, del lenguaje. No sustituyen esas experiencias sensibles, las del olfato, las del tacto, las del gusto, pero las evocan como los dispositivos audiovisuales no pueden hacerlo.

Sin embargo, estamos cada vez más captados por la seducción de la imagen y el sonido. Así como para Jean-Baptiste Grenouille, el personaje de «El perfume», no había más que olfato, uno tan poderoso que ahogaba cualquier otra forma de sensibilidad —y quizá su maldad sea un efecto de ello—, a este paso, la evolución de la cultura y de nuestro organismo quizá nos lleve a no ser más que un ojo idiota y cruel, metido en una caja, encerrado en sí mismo, y entretenido por la eternidad.